“Sólo un artista puede transmitir los fantasmas de una época, el estilo, hacer palpable la atmósfera de un mundo que se perdió.” César Aira
La última semana de ensayos comenzó ya con los nervios del cercano estreno. Inquietud, tartamudeo, olvido de palabras y frases, un caos acompañado de reproches y voces ante la falta de concentración. Yo no era uno de los principales protagonistas, pero estaba contento de que mi papel tampoco era corto. Tenía la costumbre, al acabar los ensayos, cuando quedaba ya poco personal en el teatro, quedarme un rato en el escenario, quería, igual que en otras actuaciones, percibir el espíritu de aquel inmenso edificio histórico.
El aforo del teatro de planta de herradura rodeada de palcos. La caja escénica de madera, con bastante deterioro, pero repulida y limpia. Telones de embocadura, bambalinas y forillos de terciopelo de vivos colores. El peine, donde se cuelgan los telones, pantallas, focos y todo lo que podamos imaginar, estaba tatuado con carteles de espectáculos antiguos. Incluso había encontrado una firma y una fecha supongo de alguien de otros tiempos. El edificio respiraba historia por todos sus rincones.
Comencé a escuchar el sonido de agua correr, como de un grifo abierto, traspasé el escotillón y enseguida vi a una mujer joven, de tez mulata, descalza, casi desnuda, solo cubiertas sus partes púdicas con miles de cuentas doradas engarzadas unas con otras, dejando entrever dos pechos turgentes y pequeños. El cabello corto repeinado y engominado.
Le saludé cuando se había girado y comenzaba a marcharse, se volvió, con movimiento felino, me miró y siguió caminando, ignorándome. Le dije que esperará. Se paró en seco, pero sin volverse, dándome la espalda. Pude ver su cuerpo esculpido de hombres descubiertos. Tú también eres actriz, le pregunté. Se volvió y sus ojos impactaron en los míos, eran de un verde esmeralda intenso, con un brillo lleno de misterio e intriga. Dos grandes zarcillos, también de cuentas doradas, pendían de sus orejas. La piel se me puso de gallina y una corriente eléctrica traspasó mi cuerpo.
Con una leve sonrisa y con la mirada clavada en mí, me dijo que se llamaba Josephine. Me pregunto como si supiera quien era yo ¿Manel, te has empapado ya del alma de mi teatro? Me descolocó. Me puse nervioso mientras se acercaba, colocó su mano sobre mi pecho, mi corazón se aceleró, poco a poco fue aproximando su rostro al mío y posó sus labios. Cerré los ojos saboreando aquel beso íntimo, noté un frío gélido entrando por mi boca y atravesando de nuevo mi cuerpo. El tiempo se paró y un aroma intenso como de rosas inundó mis fosas nasales. No sé cuanto duró aquello, sólo que cuando abrí mis ojos descansaba sobre el suelo y no había nadie en aquel escotillón ya en plena oscuridad.
Me senté y aún pude percibir aquel insinuante aroma, recordé su cuerpo, sus pezones turgentes y todo se fue desvaneciendo con lentitud. Me toqué los labios y mi pecho, el corazón ya en calma y la mente inquieta ¿Quién era Josephine?
Seguía oyendo agua correr, pero no podría ubicar el lugar de donde provenía. Me marché al hostal donde me alojaba, confuso. Toda la noche, con sueño inquieto y agitado, sintiendo la sensual frialdad sobre mis labios, su cuerpo sobre el mío, soñé instantes íntimos y desbocados, éxtasis sexual que me enervaba. Y así comencé el día agotado y exaltado.
Me acerqué al teatro, al ensayo. Al traspasar la puerta me volvió el desasosiego. Respiré con profundidad y me dirigí a los camerinos, por allí había personal del teatro, me dispuse a preguntar a una de las chicas que pululaban por allí, si trabajaba allí alguna mujer de aspecto mulato llamada Josephine. Me miró con sorpresa y con una gran carcajada me dijo, otro que ha visto al fantasma de Josephine. Me señaló un cartel en la pared a unos cinco metros, y se marcho con sus risas y carcajadas dejándome atónito. Me acerqué al cartel que me había señalado y con sorpresa reconocí aquel rostro de ébano “Próximo sábado, diez de la noche, gran estreno de la superproducción Evangelina, representada por la mundialmente famosa Josephine, la venus de ébano”. La cartelera de un color sepia que dejaba intuir su antigüedad estaba fechada un ocho de abril de 1906, la misma que encontré deambulando por las bambalinas.
Dicen que muchos teatros están encantados y que deambulaban fantasmas y almas perdidas, misterios que yo pude sentir por una noche. Regresé a mis ensayos, me quedaba solo hasta que casi todo el mundo se había marchado, pero jamás volví a escuchar el agua correr, ni el aroma a rosas, ni a besar aquellos labios fríos y sensuales, pero nunca se borrará de mi recuerdo su imagen y lo que mi cuerpo sintió aquella noche con Josephine.