
“Nadie es tan joven que no pueda morir mañana, ni tan viejo para vivir un día más” Fernando de Rojas.
Rajan volvió a casa de sus progenitores en lamentables condiciones. Hizo de tripas corazón para asumir el sermón que le iba a caer. Necesitaba algunas cosas y mañana se marcharía. Aquella solemne casa, donde había vivido desde su niñez hasta independizarse, era como su caja fuerte, guardaba sus objetos más valiosos. Su apartamento no era seguro.
De la sólida puerta de roble del despacho traspasaban voces con expresiones afiladas. Rajan salió con ímpetu y fue hacia el portón de la calle; una mujer con grisáceos cabellos le seguía.
- Rajan, hijo no te vayas, no estás en condiciones— con expresión preocupante—. Él te quiere.
- Nunca os pido nada y tiene que respetar mi forma de vida— girándose hacia la mujer—. No voy a hacerme cargo de sus negocios, lo siento. No tengo que enfrentarme a sus frustraciones.
- Algún día te meterás en algún callejón sin salida y yo no podré soportarlo. Entra en casa, llamaré al médico.
- No hace falta mamá, sólo tengo unos golpes, en unos días estaré bien. Quiero subir a mi habitación, descansar, pero está claro que no me dejará en paz—alzando las manos hacia arriba.
- ¿No crees qué es hora de sentar la cabeza? Si te gusta el arte dedícate a ello pero deja ya las juergas y el póker.
- Necesito vivir a mi manera, —con dulzura agarrando con ambas manos la cara de la mujer— pero sí que voy a ir dejando las partidas de póker. ¿Te parece bien?
- ¡Anda, entra!—con una leve sonrisa— Comienza a hacer frío, diré a Rita que te prepare algo de comer. ¡Sabrá Dios desde qué no comes en condiciones!
Rajan entró y a su mente vino el aroma del café con magdalenas que le había dado Paula. Esa mujer le atraía, por eso se había ido de su casa. Le había recogido, como siempre cuando acudía a ella, en aquellas ruinas cuando casi no se sostenía en pie y llevado a su casa, le había cobijado.
Le prepararon un sándwich de cordero frío y un café. Aquella comida le sabía a plástico, carente de corazón. Después se retiró a sus habitaciones. Frente al escritorio se vio reflejado en el cristal de la librería, parecía un oso panda con aquel ojo morado, le dolía tremendamente el costado y el hombro.
Se acercó a los libros y apartó uno, sacó una caja que guardaba detrás. Dentro de dicha caja había un envoltorio de seda. Acurrucada en su interior estaba una pipa de mazorca de maíz tintada que perteneció a Samuel Langhorne Clemens, más conocido como Mark Twain; era bastante valiosa, sobre todo para algún coleccionista de objetos evocadores. La volvió a abrigar en la seda y volvió a dejarla invernar. Abrió el otro lado de la estantería y sacó un volumen encuadernado en piel oscura y lo dejó sobre la mesilla. Sin quitarse la ropa se tumbó sobre la cama y llevó su camiseta hasta su nariz, olía a madera de encina, a leña, a Paula. Poco a poco cayó en un profundo sueño.
Cuando despertó la noche volvía a ganar terreno al día. Aunque seguía dolorido, se sentía algo mejor. En la partida de póker se la habían jugado y fue esa perra de Michael. Aprovechando su buena racha, vio como cambiaba sus cartas mientras los demás jugadores lo miraban a él; le acusaron de tramposo. Ella se había ido con las manos llenas y a él le dejaron tirado en aquellas ruinas después de darle una paliza, donde Paula le recogió.
Había llegado el momento de dejar las cartas. Si vendía la pipa de Mark Twain podía sacar dinero para una temporada. Tendría que llevársela a Antón, el anticuario, pero era pronto para ponerla en circulación. Aquella pieza había desaparecido tan sólo hacía un año de la casa de aquel petimetre. Convenía esperar.
Cogió de la mesilla el ejemplar de 1900 de Moby Dick, había pensado regalárselo a Paula, seguro que ella no lo aceptaba, pero estaba decidido.
No se le iba de la cabeza aquellos ojos negros enmarcados por unas cejas triangulares que le daban un aspecto malvado y a su vez seductor. Rajan había observado a Paula durante largo rato sin que ella lo percibiera, mientras trabajaba de espaldas a él. Llevaba la cobriza melena enmarañada en un moño con un desorden coherente atravesado por un lapicero. Cuando dejó de currar, se quitó el lapicero y el cabello resbaló sobre su espalda. Recordar sus curvas definidas, los glúteos apretados y su nuca, le provocaba escalofríos. De momento era un ser soez para aquella pelirroja que no pasaba por su mejor momento. Además, para llegar a ella, ésta debería curarse del tal Javier, todo necesitaba su tiempo.
Siempre le decía su madre que sentara la cabeza, buscara una buena chica y se dedicara a lo que más le gustaba, los libros. Necesitaba más dinero para llevar a cabo su sueño. Seguro que Paula sería una buena candidata para su madre ¿Pero se merecía Paula un hombre como él? Estaba divagando.
Su madre tenía razón al pensar que algún día se metería en un callejón sin salida. Había una frase que siempre se le venía a la mente de La Celestina “Nadie es tan joven que no pueda morir mañana, ni tan viejo para vivir un día más”. Era cierto que vivir al límite no le había hecho feliz. Sin embargo, en las pocas horas que había estado en casa de la pelirroja, había percibido una serenidad buscada hace tiempo.
Bajó con un poco de dificultad al comedor. Las cenas eran las únicas comidas que se hacían en familia, a las nueve en punto. Hacía casi un año que no cenaba con sus padres, tendría que hacer un esfuerzo. La tensión se respiraba en el ambiente y apenas cruzaron palabra. Su madre estaba contenta, se conformaba con poco. Los alimentos le supieron como siempre a falta de alma. Al final les dijo que mañana me marchaba a su apartamento. Su padre manifestó satisfacción ante su partida. Dio las buenas noches, un beso a su madre y se retiró.
Hacía tiempo que no recordaba las tensiones habituales, la insatisfacción de haber defraudado a su padre durante toda la existencia, desde que era pequeño.